Ya nada tenía que pensar. Todo estaba pensado ya.
Eran las cinco y media de la tarde.
Gabriel Sánchez, escondido en el matorral, abrazando su carabina, acechaba la vuelta del atajo por donde solía pasar todos los días Rafael Cabrera, a las seis de la tarde, cuando iba para su casa.
¡Todo estaba pensado ya!
Gabriel dispararía, distante a ochenta pasos largos del corte caminero que da la vuelta al Cerro de los Pavones.
Allá, el camino solitario y confianzudo.
Aquí, el matorral encubridor y agazapado.
Por allá pasaría Cabrera.
Por aquí dispararía Gabriel.
“¡Las pagarás todas juntas!”, habíase dicho, y estaba dispuesto a cumplir su palabra.
Algún tiempo atrás, en una armería cualquiera adquirió la carabina, cuya posesión mantuvo ignorada para todos, oculta en la montaña, bajo unas cortezas impermeables.
¡Todo estaba pensado ya! No cometería torpeza alguna que pudiera delatarlo. Para eso había calculado todos sus proyectos hasta la saciedad.
Y ahora, sentado sobre los talones, acariciando el arma, esperaba y esperaba, sin apartar la vista del recodo del camino.
Había decidido matonear a Rafael Cabrera, y para matonearlo estaba allí, inconmovible, como un monolito.
“¡Las pagarás todas juntas!...”
Escondíase, grande y rojo, el sol de marzo.
Por fin, allá, al despuntar la vuelta del Cerro de los Pavones, con un fondo luminoso de celajes, apareció la silueta del otro.
Gabriel miró su reloj. Eran las seis en punto de la tarde.
¡Cumpliría su palabra!... Ya era cosa de unos segundos.
Entonces empezó a oír apresuradamente sus palpitaciones, y se enojó con su débil corazón.
Frente a él, a dos palmos, vio un racimo sazón de moras; arrancó unas cuantas y se las echó a la boca. Luego las escupió... porque no eran moras.
Aquél había llegado al lugar elegido para matarlo.
Éste se puso la culata al hombro, sostuvo el resuello apuntando con toda precisión... y disparó. El eco repitió el carabinazo.
Aquél se llevó las manos al pecho y cayó violentamente, rodando luego por un pequeño declive, donde quedó boca abajo, hundido en el polvo.
Gabriel Sánchez se alegró de haberlo matado, y comenzó a realizar su plan de regreso.
Bajó por un despeñadero hasta la orilla del río, en cuya profundidad arrojó la carabina. Halló luego la canoa, que días antes había escondido entre las breñas de la ribera, y la puso a flote.
Remó. Remó usando toda la fortaleza de sus músculos, para librarse, bien pronto, de tan franca cortadura.
Alcanzada la ribera opuesta, abandonó la canoa a la voluntad del río y se meüó en la selva.
Ahora iba lento y sosegado, como si nada hubiera ocurrido. No pensaba siquiera en lo que había hecho. Eso lo dejaba para después.
Un pájaro bobo lo siguió largo rato, saltando de árbol en árbol, hasta que se volvió cansado de aquel hombre sin importancia.
El hombre sin importancia acabó de atravesar la selva y salió a un campo de pasto; después al camino carretero, ancho y sabroso.
Llegó a su casa, regocijadamente. Nadie había. Envolvió una toma de picadura de tabaco en un recorte de papel amarillo y le dio fuego, chupándolo hasta colmar los pulmones.
¡Nadie lo había visto!
Echóse sobre una hamaca y sopló una columna de humo.
Entró la noche.
Fue cuando se dio a gustar la venganza a su sabor, gozándose del acierto de todo, y de su dominio contra la flaca naturaleza de los nervios.
Necesitó luego fortalecer su conciencia con las poderosas razones que tuvo para matar, llevando a su memoria los motivos que originaron aquel juramento: “¡Las pagarás todas juntas!”
¡Rafael Cabrera estaba ahora muerto!... ¡Él lo había querido!... ¡Se lo había ganado!... ¡No faltaba más!...
Y así, echado boca arriba, con las manos enlazadas debajo de la nuca, estuvo largo rato, desgranando una mazorca de recuerdos viejos.
De pronto, recordó que él solía ir por las noches, a esas horas, al comisariato del chino Acón, donde llegaban a conversar los peones y patronos de las haciendas vecinas.
La ausencia suya en el comisariato, podría dar lugar a una sospecha. Por otra parte, su hermano no tardaría en llegar, sorprendiéndose, seguramente, de encontrarlo metido en la casa, lo cual originaría una pregunta que resolvió evitar.
Era preciso considerarlo todo. Hasta los más despreciables detalles, ahora y en el futuro, podrían ser una imprudencia.
Entonces Gabriel comprendió que, en cierto modo, había perdido su libertad.
Se dirigió al comisariato del chino Acón, igual que todas las noches, a charlar un rato con los peones.
Allí, posiblemente se comentaba ya el asesinato de Cabrera.
Gabriel debería escuchar la noticia con asombro. Quizás reprocharía indignado el crimen. Quizás agregaría luego con fingida tristeza: “¡Pobre señor Cabrera!... ¡No hay derecho para matar!...
Iba caminando a paso lento, bajo la noche y entre los grillos.
Resolvió desembarazarse en el camino de un fardo de cosas por pensar, pero la carga se le hizo más pesada con una angustia, que no supo por qué, se le encajó encima. Perdía la serenidad conforme se acercaba al grupo de sus amigos.
Tuvo la impresión de que llevaba marcada en el semblante, la tremenda verdad que quería encubrir. Tuvo el temor de que sus propios ojos lo fueran a delatar. Sintió miedo de que él mismo, inesperadamente y contra su propia voluntad, fuera a contarlo todo, víctima de una turbación.
Quiso arrancarse de golpe aquellas inquietudes... pero ya no pudo. Nuevos temores se le incrustaron en el cerebro.
“¿Alguien vería el humo de la pólvora?... ¿Alguien lo miraría bajar por el despeñadero? ¿Arrojar la carabina al río? ¿Remar en la canoa? ¿Echarla a la deriva? ¿Atravesar la selva? ¿Cruzar el pastizal?... Aquel pájaro bobo que lo siguió largo rato, ¿sería capaz de contar algo?
Y se echó a reír; luego se asustó de oírse riendo.
“No, nadie lo sabía. Todo fue un acierto. ¡Era preciso matar!... Y ahora Rafael Cabrera es un cadáver, tirado en la vuelta del Cerro de los Pavones.”
Miró el reloj. Eran las ocho recién pasadas. Y echándose las manos en los bolsillos con aire indiferente...
Entró en el comisariato del chino Acón. El comisariato del chino Acón estaba lleno de gente. Gabriel saludó a los muchachos rozando con sus dedos el ala del sombrero, y se fue a sentar en un ángulo de la tienda, sobre unos cajones con mercaderías. Encendió un cigarrillo y, al levantar la vista, notó que varios peones lo miraban con marcada insistencia. Un hervor de sangre le recorrió, atropelladamente, todo el cuerpo.
Observó que entre todos los peones se había hecho un silencio lleno de crueldad. A las miradas de aquéllos, se unieron las de otros, y otros, y otros más.
Tembló.
Se le helaron las manos y comenzó a sudar.
Algunos hombres comentaron algo en voz baja, mientras lo miraban de soslayo con aire misterioso. Después... ¡nada!... Se oía el silencio.
Gabriel creyó necesario sonreír. Fue una risa dolorosa, estrujada por el miedo. Notó que le temblaban los ángulos de la boca. Se dio cuenta de que no tenía fuerzas para hablar ni para moverse: que no tenía valor, ni siquiera, para quedarse allí mismo, inmóvil. El Jefe Político acababa de entrar, y Gabriel Sánchez pudo oír que dos o tres veces le decían sucesivamente:
—A usted le toca decírselo.
El Jefe Político se adelantó con paso lento en dirección a Gabriel, seguido de algunos hombres. En aquel momento, Gabriel reaccionó... ¡Lo negaría todo! Además, nadie podría probarle nada porque... ¡no hubo error alguno! ¡Estaba seguro! Levantó la cabeza y se llenó de magnificencia.
—Gabriel —dijo el Jefe Político—, venga usted conmigo.
Y ya afuera del comisariato, con voz piadosa:
—Hará poco más o menos dos horas, matonearon a su hermano en la vuelta del Cerro de los Pavones.
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